domingo, 1 de febrero de 2015

Amparo Baró

Hace unos días murió Amparo Baró, la conocí hace veinticinco años cuando el teatro, como así ha sido siempre, llenaba su vida.
Juan Ramon Jiménez la hubiese descrito con exquisita dulzura. Era pequeña, inquieta, dulce, sus ojos irradiaban amor y una profunda tristeza, pero cuando sonreía un chispita de luz aparecía en sus pupilas.
Durante algunos días la atendí con exquisita dulzura, porque soy de esas personas que ven en la gente, el amor cuando lo expresan y ella en su pequeñez era todo amor. La llamaba Señora Baró, yo tenia apenas cuarenta años y ella me decía. No seas tan educado hijo, llámame Amparo, me cogía la mano y me miraba tiernamente a los ojos, un día me cogió la mano y me dejó un papel delicadamente doblado, me dijo no lo abras hasta que no me haya marchado.
Como así fue, al día siguiente Amparo se marchó, a otro teatro, a otro lugar, provocando sonrisas o suscitando preguntas, nunca volví a verla, yo solo era el camarero del teatro, del teatro de la vida.
En estos días, acaecida su muerte, conté a mi hija mayor el contenido de aquel papel, ya no tiene ningún valor, pero si un enorme sentido, no, no había nada extraño en el, yo venia de ser padre y fue tan hermoso lo que me dijo.
Gracias Amparo, gracias por haberte conocido, un segundo de mi vida.

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