martes, 28 de diciembre de 2010

Alfredo Liaño Corrochano-El silencio de corderos

  
LA noche está al caer envuelta en hielo, mis hijos están en casa y el fuego encendido. Ahora es noticia que los hijos estén en casa; antes la noticia era que no estuvieran. Pero es así, aunque nunca te acostumbres del todo. Además ahora vienen multiplicados y hay que andar gazapeando por la casa para no descornarte con los juguetes sabiamente esparcidos como trampas en la sabana. Porque, como es de ley, nosotros somos más de los Reyes Magos que del tal 'Santa', que habla extranjero y se ríe como un político a los postres, pero entre la abuela y los chinos han debido de nombrar a Santa Claus vice-rey o algo así, quizá únicamente para ver tropezar al abuelo. Y mi chiribitil rayano, recostado en el paisaje mágico de La Codosera, se convierte en basílica familiar por unos días. Y la ilusión de los niños, y sus risas y la sensación de plenitud quedará prendida, una vez más, en las paredes de cal y añil, para cuando vengan días de frío del de verdad, del que se amartilla por dentro.
Anochece y las risas de mis nietas me llevan a pensar en la otra niña, catorce años, Dios mío, que cada tarde era aderezada para que unos depravados oficiaran la navidad más sacrílega en su cuerpo, babeando sus escondrijos, despatarrando su infancia en la miseria de un inmundo cobertizo, junto al vertedero, por unas cuantas monedas emponzoñadas. Y en sus cómplices. En quienes lo sabían y callaron porque 'pensaban que era rumana' y eso, al parecer, lo cambiaba todo. En quienes se pavonearon de su atrocidad en la barra del bar, y en los que les rieron la gracia. En quienes tenían la obligación de saber y prefirieron mirar para otro lado. En quienes ahora reclaman que no se hable de ello, porque no es buena imagen. Y en quienes, también ahora, se atreven a perseguir al policía, Pedro José Torrado, que con temeridad heroica se atrevió a salvarla porque, al parecer, lo hizo público; grave delito en un país en el que los sumarios más secretos se filtran a la emisora o al diario amigo con impunidad absoluta y contumaz. Y siento no poder volver atrás y que a todos esos se les exhibiera en la picota, desnudos de toda dignidad. Pero eso vulneraría su derecho a la intimidad y al honor. Al de ellos, tan respetuosos con la intimidad y el honor de una niña aterrorizada. Está bien que el pueblo se manifieste en repulsa de lo sucedido. No para limpiar un nombre que nadie ha ensuciado, y aún menos para que, los que por acción u omisión fueron responsables, se escuden en la inocencia de la mayoría para camuflar su culpa.
Hasta mi refugio en el antiguo doblado, llegan las risas de mis nietas que aún corretean bajo mi ventana y pido que sus risas lleguen hasta el corazón de la otra niña, sólo unos años mayor que ellas, para que pueda volver a ser la niña-adolescente que era, quizá rebelde, difícil, hasta insufrible en ocasiones, pero niña.
Alfredo Liaño

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